jueves, 11 de julio de 2019

La playa de los ahogados
 (Domingo Villar)


Esta es la segunda novela de Domingo Villar.
Este autor tiene la virtud de describir las escenas y los paisajes de una forma muy visual. No hace grandes descripciones, al revés lo hace de forma sencilla, lo que cuenta lo hace de tal manera que consigue que esas imágenes aparezcan en tu mente con total nitidez. Además te deja con ganas de indagar sobre esos lugares y ver con tus propios ojos si son igual a como te los imaginabas.
Domingo Villar comienza cada capítulo con una palabra y sus definiciones según el diccionario, palabra que nos encontraremos después en algún punto del capítulo por ella encabezado.
 En la localidad gallega de Panxón ha aparecido el cadáver de un marinero llamado Justo Castelo. No en cualquier sitio, sino en una playa conocida en la localidad como la playa de los ahogados, ya que no es la primera vez que aparece allí un cadáver. El cadáver tiene las manos atadas con una brida verde. Ello parece indicar un suicidio ya que es frecuente que los suicidas que saben nadar se aten las manos para no nadar en el último momento.
El marinero había partido por la mañana en su barca, aparentemente sólo. Llevaba un tiempo raro, como deprimido, por lo que, al principio, todo parece indicar que, efectivamente, se trata de un suicidio. Pero un detalle de cómo está cerrada la brida, hace sospechar a la policía de que la muerte ha sido provocada y empieza una investigación destinada a averiguar quién es el asesino.
Una investigación que pronto les lleva al pasado. Justo Castelo era junto a Arias y Valverde miembro de la tripulación de un barco de pesca que naufragó hace años en extrañas circunstancias. Los tres marineros se salvaron pero el capitán pereció.
¿Qué puede tener que ver un naufragio pasado con un asesinato actual?
Aunque han sido muchos los autores que han tratado de imitar el binomio Carvalho—Barcelona o Montalbano—Sicilia, pocos han logrado fusionar un personaje y un lugar como lo han hecho Vázquez Montalbán o Camilleri. Domingo Villar tiene el honor de formar parte de esa lista, y su Leo Caldas y la ciudad de Vigo han alcanzado esa simbiosis que tantos escritores ansían. Puede que ese sea uno de los secretos del éxito del autor gallego, a lo que se suma un trabajo artesanal en el que cada coma y cada línea de diálogo cumplen su función.
Domingo Villar ha sabido formar una buena pareja de policías, Leo Caldas es el jefe. Es un tipo tranquilo, reflexivo, es un hombre intuitivo en el que se puede confiar, una persona de costumbres que se mueve por los mismos sitios, aquellos lugares donde está cómodo y sobre todo es alguien que llegará hasta el final en cada uno de los casos que emprenda. Incluso cuando parece que ya lo tienen, él sigue y sigue por si acaso, porque si queda algún cabo suelto, sin explicar, no está conforme. Quiere dejarlo todo atado y bien atado. En esta segunda novela vamos conociéndole un poco mejor. Aparece mucho en ella su padre, un jubilado metido a viticultor.
Rafael Estévez sigue a las suyas. Es un hombre enorme, que ha sido "desterrado" a Vigo por algún altercado violento protagonizado en su anterior comisaría. Y no es de extrañar porque Rafael se calienta enseguida. No necesita mucha excusa para utilizar la fuerza bruta. De su parte vienen los pasajes de humor que tiene la novela.
 Los motivos del asesinato se centran en el pasado. Esta fórmula aporta muchísimo más interés a la novela. Con una prosa sencilla, unos capítulos nada extensos, una cantidad de diálogos en la proporción justa, y una historia y una trama que engancha desde el primer momento, nos encontramos con una buena novela que se lee muy rápidamente. Es uno de esos libros que da pena terminar. Es fácil de leer y de disfrutar.
Mientras la leéis, en ocasiones, os recomiendo que escuchéis La canción de Solveig, compuesta por el noruego Edvarg Grieg, que el marinero ahogado Justo Castelo solía silbar.