jueves, 21 de noviembre de 2019

Mapa Secreto del Bosque 
(Jordi Soler) 


Navegar, escribió el poeta Fernando Pessoa, es preciso. Y andar, recorrer, desplazarse; salir del centro de gravedad (o esa zona de confort, como se proclama ahora) para regresar, después, convertido en otro, o en el mismo, también, parece, lo es. Ése es el punto desde el que parte Jordi Soler en este «Mapa secreto del bosque», que propone un recorrido íntimo y personal por ese territorio, el bosque, en cuyo centro, como bien lo describió María Zambrano en un ensayo, hay siempre un claro. 
En la portada ya llaman la atención del lector presentando el libro como un ensayo de combate para ver más allá de lo inmediato. Todo un reto, ya anuncian que el recorrido que vamos a realizar a través de la obra de Jordi Soler va a ser original y diferente. 
El mapa secreto del bosque sirve para encontrar la otra realidad del bosque, y de las criaturas que lo habitan, como lo han hecho durante siglos sabios orientales, filósofos, poetas y novelistas, doctores mesméricos (personas capaces de curar a su prójimo usando el hipotético «magnetismo animal). 
Las lecturas que lo acompañan durante el recorrido son muchas y variadas: Edgar Allan Poe, Demócrito, Ernst Jünger, Carlos Castaneda, Henri Bergson, Walt Whitman, Emil Cioran, Parménides y C. G. Jung entre otros. Pero no es, sin embargo, la erudición la que sostiene esta azarosa y agitada andadura. Es la reflexión constante, permanente, el dejarse llevar por una zona donde la realidad resulta más elástica. O, como dice el propio Soler en un momento del libro: «Lo ideal es desplazarse dentro de esa órbita, recorrerla y explorarla a fondo, abrazar el sistema dentro del cual vivimos y descubrir que el verdadero viaje, el que de verdad ilustra, es el que hacemos alrededor de nuestra casa». 
Jordi Soler propone una reflexión, un mapa, sobre esa zona de la realidad que el siglo XXI empieza a difuminar. Es la aventura de un novelista que se echa a caminar, con su perro, para buscar la otredad en el mundo de todos los días, como sugería Octavio Paz, aprovechando los instrumentos que están al alcance de cualquiera, el desplazamiento, la poesía, la música, el abrazo, el emboscarse, refugiarse en el bosque para regresar, brevemente y de manera cotidiana, a esa criatura cósmica que, a pesar de la revolución tecnológica que ha transformado nuestras costumbres, no hemos dejado de ser. 
Llama la atención el dibujo de la portada “La carretera de los desplazados”. 
Un precioso reencuentro con la sencillez y un recordatorio de la importancia de ver, presentir e imaginar. 


Jordi Soler es autor de diez novelas, traducidas a varias lenguas, y de libros de cuentos, de ensayo y de poesía. Desde Bocafloja, su primera novela, se convirtió en una de las voces literarias más importantes de su generación. La Casa de las Culturas del Mundo (Haus der Kulturen der Welt) en Berlín, elaboró un perfil sobre su obra donde dice: “Más que cualquier otro de los escritores de su generación, Soler ha conseguido un estilo propio, altamente visual, en su prosa y su poesía”. 
Durante los últimos diez años del siglo XX, de manera paralela a su trabajo de escritor, hizo programas de música y literatura en dos de las estaciones de radio más influyentes de México. Luego fue diplomático en Irlanda y ahora vive en Barcelona, la ciudad que abandonó su familia después de la Guerra Civil, donde trabaja en su siguiente novela y en artículos que publica en diarios y revistas. Es caballero de la irlandesa Orden del Finnegans y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte de México.

lunes, 11 de noviembre de 2019

Distintas formas de mirar el agua 
(Julio Llamazares) 


En 1968 se llenó el embalse del Porma y anegó los pueblos leoneses de Vegamián, Campillo, Ferreras, Quintanilla, Armada y Lodares. En aquel año, Julio Llamazares tenía nueve de edad, era hijo del maestro de Vegamián y fue de los primeros en abandonar la zona en pos del nuevo destino de su padre. Los personajes de su novela,”Distintas formas de mirar el agua”, proceden de Ferreras y fueron de los últimos en salir: como todos los vecinos, fueron realojados, muy lejos de allí, en la comarca palentina de Tierra de Campos, donde ese mismo año de 1968 se completó la desecación de la laguna de la Nava y se construyó uno de aquellos “pueblos de colonización” —Cascón de la Nava— que el franquismo declinante seguía presentando como una de sus grandes conquistas sociales. Para todos los habitantes, aproximadamente 800, supone terminar una vida y comenzar otra nueva. Esta historia ya sólo se recuerda en la nostalgia, según la forma que cada uno tenga de mirar el agua.
Ahora, en el año 2014, esta novela cuenta el último regreso de una familia a la vista del agua que cubrió sus tierras para arrojar allí las cenizas de quien fue marido, padre, suegro o abuelo de todos ellos.
Ahora quienes monologan son los descendientes de Domingo, el expulsado de Ferreras. Los yernos y los nietos miran el nuevo paisaje con admiración. “La verdad es que es maravilloso”, empieza Miguel, su yerno. Pero Elena, su nuera, o María Rosaria, novia de un nieto, sienten que “sobrecoge este paisaje sin alma”, o que aquella belleza tiene algo de “siniestro”. A Teresa, la hija mayor, le fastidia en el fondo esa actitud admirativa: “Algunos exclaman mientras lo contemplan: ¡Qué bonito! Y qué triste, añado yo”. Y es que varios de los visitantes recuerdan otro viaje, cuando acudieron a ver las ruinas de los pueblos —cubiertas de fango— en ocasión de un desembalse. En alguno se advierte la mala conciencia: en José Antonio, el hijo que se estableció en Barcelona; también en Virginia, la hija que se hizo maestra, estudió fuera del pueblo y también le fue mal en su matrimonio. En otros, predomina un cierto rencor por la vida perdida, como sucede a Teresa, la hija mayor; Jesús, uno de los nietos, no entiende la fijación en el pasado, esa “negatividad” que en la vida de su abuela “guía todas sus actuaciones”, mientras que Daniel, el nieto que se hizo ingeniero de caminos, dedica buena parte de su monólogo a justificar la inevitabilidad de la destrucción del pasado en función del porvenir. Sólo la viuda de Domingo, el patriarca familiar, no mira el paisaje: sólo se ve a sí misma, a su marido, al afán de aquel tiempo en que “íbamos de un lado a otro gastando nuestras fuerzas y la vida en el trabajo de volver aquí”.
Julio Llamazares dice que la novela es una novela, es una ficción, pero los escenarios no. O mejor, gracias a la ficción vuelven a vivir, como sucede a veces con las personas. Como en las tragedias griegas, los personajes son siempre máscaras del autor, formas de mirar el agua y, detrás de ésta, el mundo y la vida.
El autor rescata este desarraigo de su memoria cuando Riaño corrió la misma suerte, en 1987, y se identificó con sus vecinos y antes en el año 1983 , cuando un vaciado del embalse para revisar la presa permitió pasear de nuevo por las calles del pueblo, volver a las calles donde se crió fue todo un ejercicio de nostalgia. Todo este impacto es el que intenta plasmar Llamazares en esta novela, pero no con una voz única, sino sirviéndose de distintos enfoques. Realiza un ejercicio de memoria, atrapa recuerdos para que no se pierdan. Julio Llamazares reconoce hacer literatura para sentir y pensar, para hacer pensar y sentir a sus lectores, porque le interesan más los sentimientos de las personas, en especial de aquellas personas cuyos sentimientos no importan a nadie, es el caso de los personajes de la novela. Considera que una de las labores de los escritores es prestar la voz a aquellos que la sociedad no se la da.
Para este escritor leonés el paisaje no es un elemento externo, al contrario es un elemento interno que nos condiciona, y como la lengua materna nos conduce al habla, el paisaje materno nos enseña a mirar el mundo, en su caso un mundo inconcreto, una sensación más que un territorio, una forma de ver más que una patria. Afirma que la memoria histórica de un país es su arte, su literatura, es lo que va a quedar en el tiempo, y esa es la responsabilidad de los escritores, dejar memoria de lo que sucedió mientras ellos vivían, no cambiar la realidad, ser testigos de su tiempo y del lugar en el que vivieron.
La novela es un homenaje a todas las personas que vivieron todo esto.
Siempre se puede volver a un recuerdo
Siempre hay sombras bajo el agua que asemejan un pasado y
Siempre tendremos distintas formas de mirarlas.
Julio Alonso Llamazares nace en Vegamián (León), en 1955. Licenciado en Derecho, pronto se traslada a Madrid para dedicarse al periodismo. Publica muy joven sus primeros versos. En 1985, aparece su primera novela, "Luna de Lobos", finalista del Premio Nacional de Narrativa, posteriormente convertida en guión cinematográfico. En 1988, publica "La lluvia amarilla", una de sus obras más emblemáticas, finalista también del Premio Nacional de Narrativa. En ella, el lector asiste al monólogo alucinado del último habitante de un pueblo abandonado. Su obra se caracteriza por una peculiar voz narrativa impregnada de tintes poéticos que evoca la desaparición de un determinado modo de vida rural y de sus paisajes. Colabora habitualmente como crítico literario en prensa escrita y otros medios de comunicación.
Otra obra suya es Escenas de cine mudo, de 1994
En 2016 quedó finalista del Premio de la Crítica de Castilla y León con su novela Distintas formas de mirar el agua. Antes de que se fallara el premio, emitió un comunicado anunciando que no aspiraba a él y que lo rechazaría en caso de que le fuera concedido, En convocatorias anteriores (2014), ya había sido candidato a ese mismo premio con Las lágrimas de san Lorenzo, sin obtenerlo.